CARPACHO DE RÍO
Cuando desperté de mi mal viaje,
el cabracho todavía estaba allí,
conmigo _como dijo Monterroso.
Y berreé que me quería,
sin saberlo, en jaculatoria,
cual revelación triposa.
Luego, más tarde,
me hablaría el pez de roca
de su trinidad íntima,
de sus yos utilitarios:
del punky desgarbado
que no se cree romántico;
del hijo de madre
que resulta polluelo respondón;
del hombre que suena a vino
y sabe mejor que él;
y acabaríamos jugando
entre las flores blancas de Samos.
Mil veces quise
desgajarlo de mi piel.
Aún lo hago.
Para que baile
entre las cuerdas afinadas
de sus guitarras,
para que entone
en alto sus canciones solitarias,
para que pueble
de clones sus estancias desoladas;
para que sea feliz
dentro o fuera de mí.
Pero no puedo o no quiero.
Pero no puede o no quiere.
Invadió mi vida y mi lavadora,
hizo de mis bragas su bandera,
clavó una pica en mi esperanza
y ahí sigue, todavía.
Quiero su lengua y la mía
estofadas ebulliendo
en el infinito cocer.
Quiero el vaivén cabecero,
los surcos en el parqué
y el puto suelo por lecho.
Deseo.

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